El valor de reconocer.
Reconocido por primera vez en mis abuelas, este valor, que
creo, es uno de los esenciales para poder vivir tranquila y plenamente, me
marcó desde muy pequeño, viéndolo casi a diario, en los mercados con los
señores corpulentos cargando grandes y pesadas bolsas llenas de fruta y
verdura, o con las señoras tan tiernamente sentadas proyectando una felicidad
en sus sonrisas, jugando y platicando con sus nietos.
Veía, o, mejor dicho, sentía algo en estas personas que me
proyectaba una confianza y una seguridad que desde ese entonces solo he vuelto
a sentir en personas que podría contar con los dedos de mis manos.
No sabía en ese entonces como llamar a ese sentir, hasta
que, en alguna clase de primaria, nos lo explicaron, esa virtud, era la
humildad, y fue ahí cuando todo se conectó.
Yo sabía que había escuchado esa palabra antes, mis papás y
mis abuelos la habían mencionado un par de veces, estaba seguro de eso y todo
comenzó a relacionarse, todas esas memorias y sentires comenzaban a conectarse.
Las personas en los mercados, mi familia, los amigos de mis
papás y mis maestros, que en ese entonces eran las personas que más conocía,
todas ellas, trataban de vivir la virtud de la humildad.
Por esta razón me sentía tan familiarizado con este valor, y
como me sentía tan bien al tratar de vivirlo, traté de replicar la actitud que
las personas cercanas a mí mostraban, fue así que comencé, poco a poco, a
tratar de ayudar a los demás sin necesidad de irlo diciendo a todo mundo, pero,
como dije, era solo un niño, como todos los demás, apenas intentando saber de
que va esto de la vida, que mis padres dicen que es cansada y que tenía que
agradecer porque tenía la oportunidad de estudiar.
- ¿Estudiar? Si yo lo que quiero es jugar al Xbox y comer
gansitos y papitas todo el día. Ahí, en ese momento, si agradecería. Pensaba yo
con mi cerebro diminuto.
Así que seguí creciendo, con este valor tratando de vivirlo
porque pues como que sí me hacía sentir bien, pero como que ganarle a mi amigo
en un examen de matemáticas y burlarme de él, ¡me hacía sentir mucho mejor!,
porque como todos sabemos, un número en una hoja de papel te hace más o menos
persona.
Pasó menos de un año, cuando en el primer examen de
matemáticas con el profesor Jesús Salas, recibo mi primera calificación reprobatoria.
Fue en ese momento en el que recordé que, hace tan solo unos meses, yo me
burlaba de mi amigo, recordaba mi risa con enojo y me sentía tan mal conmigo
mismo, se supone que era mi amigo, debí de apoyarlo o por lo menos, no burlarme
de él en la forma en que lo hice.
Desde ese momento, no volvería a burlarme de nadie, me
comprometí a ayudar a mis amigos en las materias que más batallaran, todo iba a
ser mejor de ahora en adelante.
Pero no fue así, era un puberto de 13 años inmaduro e
insensible, me enojé conmigo mismo, porque reconocí mi error, pero no lo quise
aceptar con humildad, así que empecé a reprobar mis exámenes, no entregaba mis
tareas llegaba tarde a clases viviendo a solo un par de cuadras de la escuela,
empecé a disgustarme por el estudio, y ya solo iba a platicar con mis amigos y
a hacer cosas vergonzosas para hacerlos reír. Me convertí en un bufón y ni si
quiera era uno bueno, viéndome en retrospectiva, era uno que daba pena, mucha
pena, y todo por no querer aceptar que en serio me merecía esa calificación.
Así fueron mis dos primeros años de secundaria, muy
vergonzosos, y se puede decir que, hasta dolorosos, más que nada para mis
padres, que intentaban día a día ponerme de nuevo en el buen camino.
Pasando estos dos años, me sentía algo cansado y harto de mí
mismo, ya no quería ser esa persona que desperdiciaba oportunidades, que no
ayuda, y solo está ahí, inerte, pasivo a las situaciones que lo rodean, pero
para esto tenía que empezar a reconocer que necesitaba ayuda, que no lo podía
hacer todo yo. Fue ahí cuando conocí al maestro Rolando Gamboa, alguien me hizo
ver no con tantas palabras, sino con acciones y mucha disciplina, que para
llegar a ser alguien grande, primero, tienes que ser alguien humilde.
Fue poco a poco que comencé a mejorar las relaciones que
tenía: Con mis papás, platicaba más y me sentía más seguro el hablar de mí con
ellos; En la escuela, empecé a estudiar y a llevarme mejor con mis maestros;
Con Dios, día a día agradeciéndole todo lo que tenía, sabiendo que tengo que aprovechar
mis oportunidades para ayudar a los demás; Y con mis amigos, ya no era más el
bufón, empecé a escucharlos y a conocerlos mejor.
Desde ese momento de transición, el conocerme a mi mismo, el
agradecer por lo que tenía y ayudar a los demás me marcó mucho, y hasta hoy en
día trato de poner en práctica todo lo aprendido en mis errores y aciertos, sabiendo
que no todo lo sabemos, y agradeciendo por lo que tenemos.
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